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Especial Malvinas: Una guerra impensada | Tercera entrega

Testimonio en primera persona de Hugo Herrera, sub oficial de la 7ª Brigada Aérea de Morón, a partir de una conversación con Zorzal Diario.

Un rotor, el salitre y el final de la guerra

Yo regresé el 9 de junio. Después que desembarcaran los ingleses en Puerto San Carlos, avanzaron sobre Pradera del Ganso y luego a Puerto Argentino, a donde ya nos habían trasladado. Al tenerlos casi encima no podíamos volar y como el Chinook es un helicóptero grande prácticamente no teníamos seguridad para volar. Nosotros teníamos dos premisas: no caer prisioneros y no entregar la máquina a los ingleses; de modo que pusimos rumbo a la Antártida, zigzagueando hacia el sur para no encontrarnos con la flota enemiga. 

Nosotros salimos de noche. No se veía nada. El cielo en Malvinas es un manto negro. No hay siquiera estrellas. Según dijeron los ingleses tiempo después, pasamos por arriba de una de sus fragatas. Antes de llegar a la altura de la Isla de los Estados se nos declara una emergencia en el rotor principal. Ahí le damos la novedad a otro helicóptero y comenzamos a prepararnos para el amerizaje. Cuando sucede que falla el rotor principal pueden chocar las palas y partir el helicóptero por la mitad. Por lo tanto, hay que aterrizar donde se encuentra, inmediatamente. 

En el otro helicóptero venía el jefe de escuadrón que nos ordenó que vayamos a la Isla de los Estados, que él regresaba para rescatarnos si teníamos que amerizar. Si bien teníamos traje antiexposición, que es para aguantar en el agua, aun así, con el frío, sólo se resiste veinte minutos. Preparamos la balsa y todo lo necesario para la emergencia, por las dudas. Nos fuimos despacio para la isla. El jefe del escuadrón nos había ordenado que aterrizáramos en la costa. Cuando llegamos no había costa sino un acantilado de unos trescientos metros de altura. Arriba había un bosque petrificado o de árboles secos y muy nevados en donde era imposible el descenso. Más allá encontramos un hueco. Aterrizamos. Cortamos motores. El especialista, que había llegado en el otro helicóptero, intentó en vano arreglar el rotor. El jefe del escuadrón dijo “vámonos, que acá abajo hay un montón de barquitos que no sabemos si son ingleses”.

Nos ordenó salir a nosotros primero. Si nos pasaba algo, ellos venían detrás y nos levantaban. La odisea de regreso terminó en Río Grande. Allí descubrimos la falla: por volar tan bajo para evitar los radares las palas levantaron el salitre del mar y eso se cristalizó en un circuito eléctrico y provocó que se encienda la alarma del rotor principal. De Río Grande a Río Gallegos, de ahí a Comodoro Rivadavia y de ahí a Palomar donde me junté con mi familia. La guerra había terminado.

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