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BAHÍA BLANCA, CUANDO LAS CÁMARAS SE VAN

Por Marcelo Pernía Nisi y Facundo Nívolo

En Bahía Blanca las puertas de todas las casas están abiertas. No sólo para secarse, para ventilar los ambientes y permitir que se vaya el olor a humedad. Permanecen abiertas para los que ayudan. El 7 de marzo, un temporal imposible, hizo caer en pocas horas la misma cantidad de agua que el promedio de lluvias semestral para esa zona. En un abrir y cerrar de ojos, en mitad de la noche, el agua creció hasta devorarse barrios enteros. Cayeron las comunicaciones y miles de familias quedaron a oscuras mientras todo se inundaba. Hasta el momento se registraron dieciséis víctimas fatales y miles de evacuados.

Omar Ragni es jubilado y como no le alcanza para subsistir trabaja de taxista en la terminal de ómnibus de Bahía Blanca. Tiene 68 años y maneja un Chevrolet Corsa, algo venido a menos. “Todo empezó en el bulevar, en el Paseo de las Esculturas”, dice y mientras recuerda el inicio de la tormenta zigzaguea por las calles del centro de la ciudad esquivando montículos de despojos. En las esquinas se acumulan lavarropas, heladeras, cocinas. Una topadora corta una calle y Omar Ragni debe retomar en otra dirección. No hay GPS que advierta cuáles son las calles o avenidas habilitadas para la circulación. Los semáforos no funcionan y el personal de la Guardia Urbana dirige el tránsito a silbato limpio. Hay camiones por doquier levantando destrozos y hay destrozos por doquier que aún no han sido levantados. 

Una cuadrilla de Defensa Civil reduce un árbol y esa calle también tiene impedido el paso. Es un laberinto desconcertante. Hay que doblar y doblar, alejarse y regresar, girar, hacer marcha atrás y retomar por otro camino para llegar a cualquier punto de la ciudad; cada dos o tres esquinas una cinta de peligro cierra el paso de lado a lado. Pueden verse los autos, cubiertos por una capa de fango seco, arrumbados contra las veredas. En un parabrisas empolvado, alguien escribió con el dedo: “Fuerza Bahía”.

El taxi entra en un bulevar y Omar señala: “este es el Paseo de las Esculturas y ese es el canal Maldonado. Acá desbordó, después reventaron las cloacas…” El curso del canal Maldonado recorre Bahía Blanca y a sus lados se dispone la ciudad. Lo que antes era un paseo pintoresco, artístico, con senderos para corredores y ciclistas, ahora parece un monumento caído, la elegancia mugrienta de un lugar derrotado. Lo que se ve son puentes peatonales y vehiculares, que cruzan sobre el canal, resquebrajados, cerrados, o derrumbados, vueltos un amasijo de hierro, cemento y barro. El agua arrasó las barandas del canal, arrancándolas desde la base y arrastrándolas hasta quedar trabadas en los juegos de la plaza, en mitad del bulevar. Una estructura de hierros ovalada yace sobre el pasto, como arrancada de cuajo y tirada con desprecio, antes era una escultura.

El taxi de Omar Ragni retoma por el otro costado del bulevar y se dirige en dirección al Barrio Universitario. La Universidad Nacional del Sur había sido azotada de la misma manera que el resto de la ciudad, al menos, esa parte de la ciudad. La sala de lectura de la Biblioteca Central es un secadero de libros y huele a papel mojado. Reposan abiertos en el piso, sobre las mesas, sobre las sillas, a lo largo y a lo ancho del salón, que tiene las ventanas y puertas abiertas. El Teatro Municipal, un edificio centenario que nunca ha visto una catástrofe de esta magnitud, se encuentra abierto de par en par y de todas sus antiguas ventanas cuelgan buscando el sol: libretos, archivos históricos, fotografías. Alrededor de su explanada hay mamposterías, decorados, escenografías de obras que quizás fueron comedia y ahora son parte de la tragedia que vive la ciudad.   

En todos los comercios hay gente tratando de rescatar lo que se pueda, para no perder absolutamente toda la mercadería. Lo hacen en silencio, conversando sin mucho ánimo. Una semana después de la inundación, la ciudad hace un intento desesperado por volver a una normalidad. “Esto no es nada”, dice Ragni. “Yo vivo en Cerri. Ahí fue peor. Cuando empezó la lluvia, estaba trabajando y como vi que no paraba y que cada vez se ponía más feo quise volver a casa. Ya estaba la ruta bloqueada y encima no me podía comunicar con mi familia.”

Gral. Daniel Cerri

Hasta General Cerri hay unos diez kilómetros en dirección al oeste, yendo por la Ruta Nacional 3 desde Bahía Blanca. En ese tramo, el estado del asfalto es lamentable. No sólo por el daño que causó la inundación, sino también por la desidia de sucesivos gobiernos. Alfonsina Brión conduce despacio, siguiendo el ritmo del tránsito y detrás de una fila interminable de camiones, camionetas y automóviles cargados con la ayuda de todo el país. Tiene un vestido rojo con un montón de florecitas amarillas y borceguíes marrones. Sonríe con los ojos llenos de lágrimas. Ella no perdió nada. Vive en una zona elevada de Bahía Blanca, y además de unas cuantas goteras, no sufrió mayores desgracias. Sus amigos, sí. Viven en Cerri.

Al ingresar al pueblo, lo primero que se ve, y se ve desde la distancia, es un basural recientemente levantado. Son los restos de las casas. Colchones, cientos de colchones, camas, sillas, sillones, mesas, muebles de todo tipo que fueron arrumbando las topadoras y los camiones. Lo sobrevuelan algunos pajarracos y lo revuelven personas que no tienen nada de nada. Es un basural enorme y sin embargo, todavía las calles de Cerri permanecen llenas de más y más desechos, los destrozos inagotables. Alfonsina se dirige a la casa de Maia Nosei y Genaro Leiva Chávez. Ellos perdieron todo. 

   

Eran las cuatro y media de la madrugada del viernes 7 de marzo cuando Genaro despertó al escuchar la intensidad con que soplaba el viento y caía la lluvia. En el patio trasero se habían acumulado unos diez centímetros de agua, entonces intentó destapar el desagote y consiguió por unos minutos que el agua bajara. La esperanza duró poco. Otra vez volvió a inundarse, y por mucho que intentara desagotar resultaba inútil. Sin darles tiempo a nada, el nivel de agua empezó a crecer. No pudimos salvar nada- cuenta Genaro- La mayor de mis hijas agarró una guitarra, yo me cargué el perro sobre los hombros y subimos al techo. En un ratito había más de un metro de agua por toda la casa. Cuando subimos al techo, vimos que todo Cerri estaba bajo el agua y todavía llovía. Estuvimos ahí hasta las cinco de la tarde.” El miedo es que no había un más arriba para seguir escapando de la crecida y el arroyo Napostá había desbordado.    

Maia y Alfonsina son docentes, compañeras de trabajo y amigas desde los años de estudio. Apenas un ratito después de llegar, el vestido floreado de Alfonsina está lleno de fango. La casa huele a humedad y nadie sabe muy bien por dónde empezar a limpiar. En pocos minutos, veloces como la inundación, fueron llegando más amigos con bidones de agua potable, lavandina y otros elementos de limpieza. Lo mismo se vive en muchas casas de Cerri.

***

En una de las plazas del pueblo hay una montaña de donaciones.

Zapatillas 43– grita Sebastían Montecinos, bombero voluntario de Cerri.

Alguien levanta la mano, se prueba el calzado, agradece y se lo lleva sin más.

¿Quién necesita toallas?– pregunta y entre la muchedumbre se levanta otra mano.

Yo– dice, y el paquete de toallas vuela por encima de las cabezas hasta quién lo solicitó.

¿Medias? ¿Pañales?– preguntan a los gritos.

A pocas cuadras de la plaza, la capilla Santo Cura de Ars, desborda de bolsones y los bolsones desbordan de ropas, calzados, ropa de cama, todo desparramado desde la rectoría hasta la calle. En la entrada dos mujeres ceban mate y reparten torta fritas a los vecinos que se acercan buscando suministros. Ricardo Santoni, un sesentón bajito y charlatán, supo ser el único traumatólogo del pueblo. Ahora está jubilado. “No sabemos dónde está el cura”, dice entre risas, “el Obispo pasó de visita y me pidió que cuide el sagrario para que no se lo roben… ¿Quién se lo va a robar?- levanta los hombros- Además, está pegado con cemento a la pared”, vuelve a reír. Toma del bolsillo un difusor con alcohol y se echa en las manos. “Ahora que retrocedieron las aguas todo se llena de bacterias. Reventaron las cloacas. La caca flotaba por la calle”.    

Los campos de los alrededores están saturados y no dan abasto para absorber el agua y así se conformaron lagunas de un color verdoso y una espuma amarillenta en las orillas. En todos y desde cualquier lugar puede sentirse el olor nauseabundo que emanan las aguas estancadas. “Se está llenando de mosquitos y serpientes”, dice Santoni, saludando a un convoy de camionetas cargadas de colchones. Y agrega, mientras alguien llega ofreciendo lejía y detergente: “estuvimos cinco días sin luz y todavía no se restablecen todos los servicios”.

Ingeniero White

Una localidad de más de cien años, ferroviaria y portuaria, situada al sudeste de Bahía Blanca. Las avenidas son anchas y en la zona del puerto, las calles son de adoquines. En su arquitectura hay resabios de principios del siglo XX. Viejos caserones donde funcionaban cabarets, hoteles de inmigrantes y tabernas para pescadores y marineros. Frente al mar se encuentra una figura de San Silveiro, el patrono de los pescadores. Todo eso, quedó bajo el agua durante el temporal del 7 de marzo.

El olor cloacal, mezclado con el aroma a salitre del mar, y el fango pegajoso y verdoso, son el leit motiv de lo que quedó. Por eso, una de las tareas insoslayables es la de limpiar cada rincón de Bahía Blanca. “Esto trae enfermedades”, lo saben todos. En las calles se levantan polvaredas de fango seco tras el paso de cada auto, camión y camioneta (todos llevan colchones, alimentos y ropa), eso se respira. Provoca rispidez en la garganta, tos, enfermedades respiratorias, infecciones cutáneas. Las napas y el sistema cloacal se encuentran en estado crítico y colapsado. El agua de las casas no puede ni debe beberse, mucho menos usarse para cocinar.

El gobierno municipal habilitó un link en su página web para quienes quieren inscribirse como voluntarios a fin de colaborar con las tareas de limpieza en los barrios afectados. Desde la plaza mayor de Bahía Blanca, a las 10:30 horas, parten buses llevándolos hacia todos los rincones y los regresan por la tarde, 16:30 horas. Lo mismo sucede desde localidades aledañas. En su mayoría, los voluntarios son jóvenes, apenas veinteañeros. Deambulan con guantes, palas, escobas y bolsas levantando basura, barriendo zanjas, y hasta limpiando monumentos. Están en las plazas, en las esquinas, en los puentes, sobre las vías del tren o sobre el arroyo. Se mueven de un lado a otro y si uno tuviese la posibilidad de ver todo el territorio bahiense desde un plano cenital, los vería pululando como hormigas.

***

El Centro de Jubilados y Pensionados de White, ubicado sobre la Avenida San Martín, se convirtió en un punto de acopio y distribución del Ejercito. Diecisiete soldados trabajan junto a civiles voluntarios. Entre ellos, Alejandro Mondillo, un muchacho robusto, moreno y con la voz gastada. Por las noches trabaja como sereno en un hogar de tránsito, de día es voluntario. “Las donaciones que llegan acá, en su mayoría, son por medio del Estado. Seleccionamos, organizamos y distribuimos. Acá perdieron todos por igual”. Las puertas permanecen abiertas con un mesón, a modo de mostrador, lleno de packs de lavandina y detergente. Los vecinos llegan, toman uno, agradecen y dejan paso a otro vecino. El ir y venir es constante. Mondillo explica algo clave, en un tono didáctico: “cuando desbordaron el canal Maldonado y el arroyo Napostá todo eso se vino para acá porque ésta es una zona baja. Al llegar se encuentra con la marea alta. White se llenó como una palangana”.  

En la vereda de enfrente al centro de jubilados se encuentra el “Merendero Todo Corazón”. Funciona en la casa de Teresa Troncoso, una abuela septuagenaria, amable, que a pesar de las circunstancias no pierde el buen ánimo. Antes de la inundación cocinaba dos veces por semana para personas humildes y vulnerables, “unas treinta porciones por cada día”, recuerda. Ahora, perdió la cuenta. El merendero se transformó en un punto más, de los muchos que hay por todo el distrito bahiense, donde se agolpan los vecinos a pedir víveres, ropa y comida. Vecinos que nunca antes tuvieron la necesidad de pedir. Muchos perdieron cocinas, garrafas, heladeras. O les resulta imposible cocinar con las casas destruidas y el tiempo que demanda su recuperación. Entonces, Teresa Troncoso, se carga ese trabajo sobre los hombros.

Las labores empiezan a eso de las siete de la mañana hasta pasadas las doce de la noche. Mirta Cabello vive en Río Colorado, a 170 km de Bahía Blanca, pero como hay rutas cortadas tuvo que desviarse y realizar un camino más extenso. Recorrió casi 500 km para llegar y colaborar en la cocina junto a Teresa, su cuñada. La casa de la familia es una antigua casona de techos altos y pisos de baldosas levantadas. Allí también pasó la inundación. Después de bajar las aguas, el merendero volvió a funcionar, esta vez, para todo el barrio. Sobre la mesa de la cocina, un ambiente con poca ventilación que apesta a humedad tras el paso de la tormenta, hay cuatro tablas de madera. Mirta, Teresa, hijas, sobrinos y nietos. Todo el que pasa por ahí agarra una cuchilla y se pone a cortar cebolla, zanahoria, papa, zapallo, carne. Son donaciones de la misma gente que después habrá de ir a pedir. “Hasta los soldados comen acá”, dice Teresa. “No sé si el Ejército no les trae comida o la que les trae es muy fea”.     

Mientras se rehoga la cebolla en el fondo de una olla enorme, Teresa busca entre las donaciones algún calzado número 42. Es para un vecino que acaba de entrar junto a su esposa. Ella pide un bolsón con mercadería: fideos, arroz, azúcar, arvejas, harina, algunas conservas, un poco de cada cosa. Él, un hombre mayor, un poco encorvado, se prueba unas y otras zapatillas hasta dar con una que le encaja en el pie hinchado, como una cenicienta en una tragedia sin príncipes. Son los últimos días del verano y a marzo aún le queda calor por ofrecer. Ya llegarán los vientos fríos del otoño. “Por suerte salió el sol”, comenta Teresa, soltando un suspiro, mirando al cielo celeste y sin nubes. “Dicen que mañana llueve”, repone el vecino.

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