“El evangelio no es para tibios”
La capilla Nuestra Señora del Rosario está ubicada en Costa Esperanza, uno de los barrios periféricos de San Martín, lindero al camino del Buen Ayre. Sobre la calle Las Camelias y las Hortensias, pegado a la canchita del barrio se encuentra lo que hoy ya es la parroquia del barrio. El padre Adolfo está en Costa Esperanza hace más de 15 años. Fue ordenado hace 30 años, por quien años después fue el Papa Francisco. Adolfo cree realmente que la parroquia no es simplemente el templo, sino el territorio.
Por Delfina Pedelacq y Leo González

Adolfo vive sobre la calle Petunias, en el corazón del barrio Costa Esperanza. Fue uno de los sacerdotes que estuvo presente en los gestos religiosos que se llevaron adelante en defensa de los jubilados, como todos los miércoles.
La lluvia golpea con fuerza el tinglado de la parroquia, adentro Adolfo comparte un guiso con sus compañeros. Todavía le duelen las costillas por la represión del pasado miércoles en las inmediaciones del Congreso, pero eso no es lo que más le importa. “Lo que me preocupa de eso es la naturalización de todos nosotros, como que se van cruzando barreras permanentemente. Nos escandalizamos un ratito y después ya pasó”.

Todos los miércoles, hace un año y medio.
El Padre Adolfo avanza entre empujones, la multitud lo arrastra y lo encierra contra las vallas. A su lado, el Padre Chueco sostiene la virgen. En medio del forcejeo, le grita: “Agarrame la virgen”. Adolfo estira la mano, recibe la imagen apretada contra el pecho y, con la otra, intenta frenar el empuje de los escudos policiales. Es ese instante el que quedó congelado en una de las fotos que circuló por las redes: la figura de un cura villero, con la virgen en brazos, resistiendo frente a los uniformes.
El ímpetu de la represión parte en dos la escena. La madera de la pequeña casita que protege la imagen se astilla, se rompe. Adolfo se corre, mira los pedazos en el suelo y retrocede unos pasos. Después, en la vereda, los curas y un puñado de jubilados rezan con la virgen levantada hacia el cielo. La foto vuelve a registrar el gesto: las cabezas inclinadas, las manos apretadas en oración, como un refugio en medio del caos.

Pero el clima se tensa de nuevo. “Ahí ya se puso peor”, recuerda Adolfo, como si el rezo de la gente fuera una provocación a las fuerzas de seguridad. Desde la otra vereda aparecen más grupos, banderas en alto, movimiento en la esquina. Adolfo camina hasta allí para entender qué ocurre, mientras en la avenida siguen chocando cuerpos, voces, pancartas y gases. “La gente estaba emocionada y feliz de ver que estábamos ahí acompañando”, dice.
“Yo soy educado de la vieja escuela de los curas villeros” afirma Adolfo. Dice que nunca preguntaban “¿qué pasó?”, si había un problema en algún lugar iban todos, sin importar que pasaba. Le reconforta saber que no lo ve por la televisión, que puede poner el cuerpo y ver la realidad de lo que atraviesan los jubilados todos los miércoles. “me indigna y me enferma todo lo que pasa los miércoles ahi”.

La parroquia es el territorio.
La oficina del Padre Adolfo es un cuarto pequeño entre el comedor y el templo desbordado de libros, cuadernos y recuerdos. Entre las pilas de papeles se asoman imágenes de vírgenes de distintas advocaciones, estampitas regaladas, fotos viejas y souvenirs de bautismos y peregrinaciones. La capilla, nos cuenta Adolfo, hace poco dejó de ser capillita para convertirse en parroquia, y esa transformación también se nota en estas paredes, donde la memoria del barrio se apila como un archivo vivo.
“Antes no éramos parroquia —explica, mientras busca fotos en su celular y en cuadernos gastados—. Eso significaba que todo tenía que pasar por otra iglesia, la de Luján del buen Viaje, incluso los registros de bautismos, comuniones, casamientos, defunciones. Ahora somos parroquia y eso nos da autonomía, pero sobre todo es un reconocimiento: acá hay una comunidad viva, que trabaja, que se mueve”.
Para Adolfo, la parroquia no es el templo sino el territorio. Y el territorio es la gente: los que llegaron en los 2000, las colectividades peruanas y paraguayas que trajeron sus imágenes, la comunidad venezolana que desde hace poco se suma a las celebraciones. Una trama que empezó con misas esporádicas y bautismos aislados, y que hoy sostiene talleres de cerámica, costura, y un espacio de “escucha activa” para acompañar a quienes atraviesan problemas de consumo.

“El pobre no es objeto, es sujeto —dice, con tono calmo pero firme—. Acá se trata de abrir las puertas, recibir a todos, no poner peros. Siempre sí, después vemos”.
En esa filosofía simple —abrir la puerta, dar la posibilidad— se juega la construcción de un tejido social que, para él, es tan importante como la misa: “Cuando las instituciones del barrio funcionan —la iglesia, la escuela, un club— se nota enseguida la diferencia. Yo soy un convencido de eso. Y cuando no están, aparece la droga, el abandono, la falta de horizonte”.
Sobre la situación de los consumos problemáticos en los barrios, Adolfo cree que hay un problema grande también en relación a la búsqueda de sentido de la vida muchas veces. “Hay vidas rotas, de abandonos, la fragilidad humana llevada al punto máximo. A esto hay que sumarle que mucha gente no tiene las posibilidades que debería tener para vivir su vida plenamente, su vida de estudio, de esparcimiento, de recursos materiales, a esto tenes que sumar que se consigue muy fácilmente en cualquier lado las cosas para consumir.”
Y agrega: “A esto súmale también la corrupción de las fuerzas de seguridad y los políticos, que facilitan todo esto, que es un negocio grandísimo. Todo esto va provocando un deterioro cada vez más grande y desde mi mirada espiritual hay también una falta y una caída de la fé. La fe te estructura la vida, es como la columna de la casa, lo que está bien lo que está mal y cuando se cae eso se cae lo que te sostenía, con sus valores. Cuando esos valores no están, ¿sobre que construyo mi vida? y, sobre lo primero que encuentro”.
El cura habla sin apuro, entre anécdotas de Bergoglio —quien lo ordenó y lo envió a San Martín— y reflexiones sobre la fe. “La parroquia es eso —dice al final—: un modo distinto de pararse en la cancha. El partido es el mismo para todos, pero la comunidad te da fuerzas para jugarlo”.

El legado de Francisco
En su oficina atiborrada de cuadernos y estampitas, Adolfo se ríe al recordar los días en que Bergoglio todavía era “el obispo que venía a misionar a los barrios”. En 2008, el futuro Papa celebró una misa en su barrio Costa Esperanza, cuando la comunidad apenas despuntaba. “Yo no soy muy de la movida vaticanista”, aclara Adolfo, con gracia. “Cuando lo hacen Papa yo estaba en Perú. Acá entre nosotros jodíamos, con que íbamos a hacer una remera que dijera ‘yo NO soy amigo de Francisco’.
La distancia no le impide valorar el impacto. Para Adolfo, el pontífice supo llevar a Roma una mirada nacida de las villas: “Francisco lo que hizo fue llevar una versión de la teología argentina, del pueblo. Para nosotros ciertas cosas que él planteó en Laudato Si’ o Fratelli Tutti ya las veníamos haciendo hace 20 años en los barrios. Pero que eso se escuche desde el trono de San Pedro, es un orgullo”.

Su tono cambia cuando habla del presente. “¿Quién va a defender a los pobres ahora? ¿Quién va a defender a los migrantes?”, pregunta, con la certeza de que ese es el rol que la Iglesia no puede abandonar. La referencia a las ultraderechas aparece como una amenaza en el horizonte: “Estos volcanes que parecen despertar de repente son una reacción frente a un cambio que se viene.”
Adolfo insiste: el Evangelio no es para tibios y la iglesia no puede correrse de esa pelea. Frente a la violencia política y social que promueven las derechas extremas, él reivindica un arma distinta. “La única manera de ganarle al poder es con amor. En todas sus formas: solidaridad, unión, lucha y compañerismo”


